RELATOS

El moderno castellano de Masllorenç

 

Nos habían dicho que aquél pueblo del Baix Penedès, Masllorenç, era muy interesante. Sus habitantes, para protegerse de los nobles que sucesivamente se iban traspasando el señorío de generación a generación, o mediante batalla, habían edificado su casco antiguo de forma y manera que constituyera un muro de contención para las ansias ilimitadas de los Guillem, Guillema, Garsenda, Berenguer, abades, monasterios y demás nombres e instituciones medievales, ya tan en desuso como el pago de alcabalas, pechos y diezmos.

De aquella necesaria protección, hasta que en 1835 fueron abolidos los señoríos, permanece, en pleno siglo XXI, un conjunto de casas que enseñan una parte amurallada, y otra apiñada, en cuyo centro han instalado un reputado restaurante.

Resultaba en verdad interesante ese pueblo, en la Catalunya Nova, tierra de reconquista, y que exhala todavía el aroma del aguardiente que sus buenas gentes elaboraban cuando los nobles se recluyeron a contar sus tesoros conseguidos pirateando por la tierra.

Hacia la mitad de una empinada calle desde cuyo inicio se vislumbraba, sobre un otero, lo que parecía ser un castillo restaurado, encontramos a uno de estos pageses con quien, siguiendo nuestra inveterada costumbre, pegamos la hebra.

“Este pueblo, nos iba informando, se construyó al principio alrededor de aquel turó, donde ahora está el castillo, después fue bajando hasta la parte de las masías fortificadas y hace unos años, un hombre de este lugar se hizo muy rico y dedicó parte de su vida y su fortuna a construir este edificio, que ya ven, quedó inconcluso cuando el hombre murió, hace unos quince años”.

Subimos hasta la entrada, cerrada con una verja, y mientras Israel se introducía en el inmenso edificio y me iba informando de lo que veía, de los escudos que adornaban algunas paredes y del buen estado del inacabado, aunque  abandonado castillo, yo me quedé medio dormida sentada en un poyo de la entrada, debajo del paseo de ronda, con la vista clavada en la Sierra del Montmell, el “Gigante dormido”, acunada por el olor a resina viva y cálida que desprendía el bosquecillo de pinos. Quedé completamente dormida cuando los ojos dejaron de mirar al gigante y se fijaron en las viñas y olivos que a mis pies iban produciendo savia para que los frutos estuvieran en sazón en otoño e invierno. El último pensamiento fue “a este castillo lo único que le falta es un fantasma”.

Alguien me tocó el hombro, sería en sueños, claro, abrí los ojos, o eso creo, y los cruce con los de un hombre mayor vestido a la usanza rural muy antigua, con un a modo de sayo color marrón. En la mano llevaba un instrumento de labranza que creo haber visto en algún libro antiguo y que servía para podar las viñas. “Yo soy el fantasma de este castillo, así que no le falta nada”.

Me contó una historia... Él había nacido en aquél lugar, cuando estaba ocupado por otro castillo del que con los siglos se borraron hasta los cimientos. Pertenecía, en cuerpo y labor, al propietario de buena parte de las tierras del Penedès, un noble que había repoblado la zona con gentes del condado de Cardona. Su padre, el del campesino que me hablaba, fue halconero del señor y su madre lavandera. Había el hombre correteado por aquellas tierras, cazado mucho y había sido dedicado al cuidado de las viñas y los olivos. Allí se había casado y engendrado seis hijos, algunos de los cuales, aquellos que las epidemias no se llevaba, fueron pasando al servicio de la casa. En una cacería murió el campesino y su alma había quedado flotando por los campos del Penedès, a la espera de poder colarse en algún cuerpo, mientras contemplaba el declive de la noble familia, generación tras generación, la ruina del castillo, y cómo sus piedras pasaban a formar parte de masías, casas y linderos de fincas.

Siete siglos después pudo colarse en el cuerpo de uno de sus descendientes, no se sabe qué generación. Tuvo suerte, porque el retataranieto salió listo y decidido, e hicieron un tándem perfecto su espíritu sabio y viejo con el cuerpo joven. Con los años, el recipiente humano fue creciendo por su lado, y se unieron ambos espíritus logrando un gran éxito. Se hicieron ricos y la ilusión del hombre nuevo, que no tenía ni idea de ser habitado por otro espíritu además del suyo, fue levantar allí un castillo, como los antiguos señores, un lugar desde donde vigilar las podas y las recolecciones, desde donde avistar las posesiones enemigas en el alto de la Sierra del Montmell, aunque ya por aquellos montes no quedara en pie más que alguna ermita, restos de torres de vigilancia y poco más.

Algo guiaba al hombre de dos espíritus a buscar las piedras por los lindes y mostrarlas a sus obreros para que las subieran a la cima, también el impulso le llevaba a las casas y las masías, pero esas resultaba más difícil obtenerlas, algunas masías estaban en ruinas, pero las casas seguían en pie. Hizo planos porque se los exigieron, pero nunca tuvo que consultarlos. Y así, fue levantando los muros para los que no fue necesario hacer cimientos ya que apenas excavar aparecían los antiguos. Supo el número exacto de almenas, cómo debía adornar los remates de las gárgolas, y hasta el tamaño de la galería que, en medio de la torre, se abría en ventanas de arcos de medio punto apoyados en delicadas columnas. El espacio fue idéntico al que se asomaba la condesita, bien tapada, para que el sol no dañara su piel blanca y delicada. Aquella galería le daba al edificio una agilidad, una gracia sólo comparable a la muchacha que la adornaba cada tarde.

Diseñó idénticos parterres que aquellos en los que surgían las flores que servían a la señora condesa para adornar el altar de la capilla, donde se apoyaba en la misericordia pidiendo que su esposo, el conde, se perdiera en alguna batalla y ella pudiera volver a ser libre, como si esas cosas se pudieran pedir a ningún dios, pero así era aquella diminuta mujer.

Un día, cuando ya estaba a punto de ver cumplido su sueño, un mal de corazón se llevó a su descendiente dejándole a él, de nuevo, convertido en fantasma...

- Mamá, despierta, te has dormido.
- He tenido un sueño.
- Pero si han sido cinco minutos...

Al apoyarme para levantarme, mi mano tropezó con algo de metal, era una antigua herramienta que servía para podar las viñas.

© Isabel Goig Soler
https://tarragona-goig.org

Masllorenç

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©Isabel y Luisa Goig e Israel Lahoz, 2002