RELATOS

Pánico a pleno sol

 

La lluvia había sido generosa con las tierras del interior de Tarragona. La vegetación, agradecida, se mostraba viva, fresca. Era principio de mayo, y el calor adelantado había conseguido, junto con el agua, la generosidad vegetal que lucía brillante a pleno sol.

Luisa y yo habíamos decidido abrir en el web una nueva comarca, y elegimos l’Alt Camp. Recordaba un viaje con Antonio, cuatro años atrás, siguiendo de forma inesperada el curso del río Gaià, ya que el propósito era visitar los dos monasterios masculinos del Cister en Tarragona. Entonces, sin guías ni documentación alguna, nos fue imposible reconocer dos castillos roqueños y una iglesia, del siglo XVIII aproximadamente, cuyas ruinas en un otero impresionaban, además de por la propia ruina, por las grandes proporciones del templo. Recuerdo que desde allí se veía el Gaià serpentear, siguiendo el valle que sus aguas habrían tallado en alguna lejana era geológica.

En este viaje íbamos informadas, y nuestro propósito esa mañana ilusionada de comienzo de trabajo nuevo, pero conocido en su parte, digamos, técnica, era un pueblo deshabitado que había pertenecido a los templarios.

En la antigua Corona de Aragón sí hubo feudos, castillos y señoríos templarios. El rey Alfonso I llegó al poder por esos avatares frecuentes en la Historia de los reinos, al morir los que le antecedían en la sucesión. En su testamento, al fallecer sin hijos, dejó heredera de todos sus reinos a la orden del Temple, recién constituida. Pero las tierras eran patrimoniales, no podía llevarse a efecto el deseo pío de Alfonso, más bien agradecido, toda vez que las Cruzadas y la Orden del Temple reportaba, y reportaría, muchas tierras a la Corona.

Y allí estaba, a la muerte de Alfonso, su hermano Ramiro el Monje, dicen que santo varón, dedicado en cuerpo y alma a la Iglesia. Pero el deber es el deber, y por un pequeño espacio de tiempo cambió la mitra –o cualquier otro símbolo- por el lecho nupcial, engendrando a la que habría de conformar la corona catalano-aragonesa, Petronella. Tierna infanta, su padre, antes de volver a los latines, firmó sus esponsales con el conde Ramon Berenguer IV. A los templarios, poderosos caballeros más propicios a la espada que a los rezos, se les ofreció castillos y señoríos, dentro de la Corona, previo vasallaje.

El pueblo deshabitado que íbamos a visitar había sido uno de ellos. Estaba documentado. Los hombres y mujeres que malvivieron en el término pagaban a los caballeros templarios sus impuestos, los diezmos entre ellos, a excepción, suponemos, que las tercias reales.

Tomamos una pista forestal señalizada con esos indicadores de madera verde que a algunos puristas les molesta, ya que permite la visita de mucha más gente, tal vez poco respetuosa con el entorno. Pasado el tiempo habrá que reconocer que no es para tanto. La gente prefiere quedarse cómodamente en casa que caminar monte a través enredándose en las raíces de la estepa, exponiéndose a las picaduras de los insectos o suspendiendo el ánimo al menor ruido sin identificar –casi todos- del bosque.

El coche que llevábamos era de ciudad, o sea, que se calentaba, además de tener los bajos muy bajos, por lo que, si no se pasaba el badén en primera, rozaba, y si se mantenía esa marcha, se calentaba más. En el altozano veíamos sobresalir la iglesia del pueblo, y detrás, más elevados, los restos de lo que fuera en tiempos una fortaleza. Tardábamos en recorrer el camino porque debíamos parar de vez en cuando y dejar descansar el vehículo, hasta que la pista se convirtió en vereda y hubo que dejarlo debajo de un pino. Había que continuar andando.

El despoblado se nos ofrecía a la vista muy lejano todavía. Discutimos dos posibilidades para llegar hasta él, una era internándonos en un bosquecillo y buscar alguna vereda que subiera al despoblado por un lateral, y la otra cruzando una viña, al final de la cual, y a los pies del arruinado caserío, se veía abundante vegetación. Optamos por la primera, sorprendiéndonos de la existencia de viña en lugar tan inhóspito y alejado del primer pueblo habitado.

Al entrar al bosquecillo por una estrecha vereda que parecía no haber sido pisada en años, nos pareció hacerlo en otro mundo. Nos acogieron olores y sonidos concentrados por la espesura y el calor. Parecía que las acículas se hubieran hecho flexibles y acariciaran en lugar de pinchar. Al principio no había insectos, y la única muestra de vida animal fue un montón de heces de ciervo, o corzo, que nuestros conocimientos en coprología no llegaban a distinguirlos.

La bondad y protección del bosquecillo acabó pronto. A la salida vimos los restos de una edificación, posiblemente una paridera, en cuyas paredes aparecía escrito “Ya estás llegando”, junto a un dibujo de la cruz templaria. No le dimos importancia, pero al girar la vista apareció ante nosotras una gran viña y cuatro espantapájaros en sus esquinas, dos vestidos con capas negras y los otros dos con capas blancas y la cruz roja en medio. Comentamos el humor negro del propietario, o tal vez fuera el germen de un parque temático templario. Ya se sabe que de cara al turismo cualquier cosa sirve. Pero la visión era inquietante. El viento suave movía las telas, ahuecándolas, para dejarlas después lacias, como cuatro cirios flanqueando un gran ataúd. La pared sobre la que se asentaba lo que un día fuera caserío, simulaba un gran retablo. No me gustó nada.

A partir de ahí había que decidir si continuar bordeando la viña y luego trepar por la parte trasera de la iglesia hasta el despoblado, o volver. A Luisa el cuerpo le pedía volver, a mí no, y logré convencerla para seguir, hundiéndonos en la tierra ahuecada y mullida de los bordes de la viña, hasta llegar a un espacio de vegetación debajo de la cual podía haber todo tipo de bichos que reptan. Recordé a un amigo mío que me aconsejaba llevar siempre una ampolla de Urbasón. Pero seguimos. Comenzamos a subir el repecho de vegetación fresca y resbaladiza mezclada con piedras medianas. Procurábamos pisar firme, comprobando antes que la piedra no se moviese. Llegó un momento que fue necesario gatear.

Yo iba delante. Apoyada a cuatro patas, levanté la vista hacia la pared de la iglesia que aún me parecía lejana, y vi la cara barbada de un hombre que nos observaba desde el hueco donde alguna vez hubo una campana. Me quedé petrificada, pero no dije nada. Me di cuenta que no podíamos volver atrás con el miedo por equipaje sin caernos, pero tampoco me atrevía a seguir. Volví a mirar y no vi nada. Habría sido producto de la imaginación, así que avancé y detrás Luisa hizo lo propio, farfullando sobre su ingenuidad por seguirme en tamañas idioteces, o algo así.

Por fin logramos llegar a otra veredilla que nos conduciría directamente a la iglesia. A los pies de la pared encontramos dos huecos perfectos con bóveda. Nos pareció un horno con hueco auxiliar para dejar la leña, y hasta vimos los huesos de algún cordero que los cazadores se habrían merendado. Nos apoyamos allí y encendimos el primer cigarrillo en horas. A nuestros pies se extendía la viña que habíamos atravesado, y algo más a lo lejos, la que habíamos obviado para adentrarnos en el bosquecillo. Aquella vista nos compensaba de los agobios recientes. La brisa secaba el sudor. Comentábamos la broma del Pagès colocando esos espantapájaros, tomándonos nuestro tiempo antes de bordear la iglesia y recorrer el despoblado. El silencio era absoluto. Los espantapájaros se habían convertido de nuevo en cirios y desde arriba la sensación de hachones junto al ataúd era más evidente.

De pronto me vi en el suelo y escuché a Luisa gritar. Todo fue muy rápido. Sin tiempo todavía para el miedo, me levanté y vi, saliendo del hueco del horno, un palo enorme. Me asomé y al otro lado del hueco vi de nuevo la cara barbada donde unos ojos negros como el carbón me miraban con un odio incomprensible, mientras dos manos empuñaban el palo que me había empujado, y una boca que gritaba ¡Fuera de las tumbas de nuestros hermanos!

Del viaje de vuelta recordamos poco. Íbamos cogidas de la mano, mirando hacia atrás, hasta que llegamos al coche. De entre el pánico entresacaba yo la certidumbre de que debía ser la fuerte, la que no mostrara pánico. Primero porque me sentía responsable de la excursión, y después porque soy la mayor y la que nunca siente miedo ante una salida de este tipo. Además, si yo me desmoronaba, Luisa iría en picado. Luego nos dimos cuenta de que las manos estaban moradas y dormidas de la fuerza con que las apretamos. El hecho fue que el miedo nos llevaba en volandas, porque el recuerdo de esa mañana es intenso, pero corto, o sea, que debimos caminar muy deprisa, sin tropezar, ni caernos. Antes de entrar en el bosquecillo, al girar la cabeza, la visión de la viña con los espantapájaros, y el hombre barbado, delante de la bóveda, vestido con un largo sayas blanco y los brazos levantados, formará, para siempre, parte de nuestra galería particular de las imágenes imborrables. No hablamos absolutamente nada hasta que salimos con el coche de la pista forestal y paramos en la carretera, a la vista del pueblo habitado. No sé si, en el retorno, el coche se calentó, ni si los bajos sufrieron, creo que no, porque sigue funcionando.

En la carretera, sin salir del coche todavía, encendimos un cigarrillo, nos miramos y nos preguntamos ¿qué ha pasado? En realidad no había pasado gran cosa, un hombre nos había obligado a apartarnos de donde estábamos apoyadas y ni siquiera habíamos hablado con él. Fue el miedo, puro y duro, hacia el que íbamos predispuestas por la frase escrita en la paridera, los espantapájaros y la visión de la cara en el hueco de las campanas.

Más tarde, en el bar del pueblo, nos contaron la historia. El hombre es un pobre loco que se cree depositario del legado de los templarios. El horno donde estábamos apoyadas es, en realidad, una tumba, todo ese espacio está horadado por sepulturas que nosotras no vimos, y allí están enterrados los religiosos que durante siglos han atendido la parroquia cuando había almas. El pobre loco cree que reposan allí los restos de los templarios, lo cual puede ser cierto. Y ese pobre hombre vive allí –y eso si nos asustó realmente- porque en otro pueblo deshabitado, a tres kilómetros en línea recta, se han cometido dos asesinatos rituales en los últimos diez años.

El muchacho del bar nos pidió que no diéramos el nombre del pueblo para no atraer a todos los orates de los alrededores. Yo le he prometido a Luisa y a mi misma, que tardaré mucho tiempo en volver a un pueblo deshabitado, si además, tiene pasado templario, no lo haré nunca más.

© Isabel Goig Soler
https://tarragona-goig.org

Alt Camp

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©Isabel y Luisa Goig e Israel Lahoz, 2002