RELATOS

Lanza al río los recuerdos

 

Había visto recientemente una película donde el protagonista lanzaba al río los recuerdos. Los malos, desde luego. Rosana sentía la necesidad de hacerlo también, la estaban enfermando. No podía dar un paso hacia delante y sabía que allí estaba la vida esperándola y los que ya no vivían tenían encima una gruesa capa de tierra, unas amapolas de vez en cuando y nada más. Si lograba expulsar la angustia y el dolor, esos seres volverían a ocupar su lugar, dejaría de pensarles como lo hacía, allá abajo, y les recordaría como eran en vida.

Aquella madrugada hacía frío. Aunque ya el mes de mayo había dado a luz flores y algunos frutos, el sol, débil y joven, no lograba romper la neblina. Se dirigió hacia la ermita del santo confitero de Alejandría y se sentó en el pequeño atrio. Se notaba espesa a causa del sueño imposible de conciliar en momento alguno, helada, incapaz de pensar qué hacer. Casi en estado de duermevela, repasó los ríos en varios kilómetros a la redonda. Discurrían varios, pero tal vez ninguno tendría la fuerza para arrastrar aquello de lo que ella quería  despojarse. Además, los ríos de su tierra estaban cargados de recuerdos que encharcaron las almas de unas gentes allá por la década de los años treinta.

Debía subir hacia el Ebro, hasta donde las aguas formaban meandros cerrados abriéndose paso, tozudas y cargadas (también del fango de los años treinta) pero con más poder y fuerza para arrastrarlos que las aguas domésticas que la rodeaban.

Metió en una bolsa lo imprescindible y buscó el lugar ideal en tierras zaragozanas. Antes de atravesar la frontera de las dos provincias hermanas,  dejó caer en un río de nombre vivo y cantarín unas cenizas mirando cómo se mezclaban con el agua limpia y brincante. Eran las de su compañero, sus otros muertos estaban bajo tierra. Por un instante creyó ver la cara de Fernando reclamando más amor, más dedicación. Todo le parecía poco.

Caminó y caminó, durante horas y días, hasta un monasterio desde donde se divisaba el río impresionante. Rosana, a pesar del esfuerzo, no se sentía cansada. La decisión le daba fuerzas. La esperanza la animaba. Se sentó debajo de un pino y sacó de la bolsa un frasco con el buen aceite de su tierra, un trozo de pan, y otro de queso que había comprado en un pueblecillo. El sabor del humo del queso, con el ligeramente amargo y afrutado del aceite, la distrajo un buen rato. Se quedó dormida y, al despertarse, el sol estaba alto y calentaba todo su cuerpo.

Se acercó al lugar desde donde el río se veía en toda su anchura. Cerró los ojos, se concentró durante unos instantes, hasta que aparecieron los ojos tristes de sus hijos, abrió los suyos con fuerza y lanzó al agua el recuerdo de esas pequeñas ventanas tristes, intentó, antes de que llegaran al agua, recuperar los gestos alegres, pero no pudo. ¿Y si me quedo vacía de imágenes? Dudó entre seguir o pararse y optó por lo primero.

Volvió a la ceremonia. Iban acudiendo otras remembranzas, otra ausencia absurda, imprevista, la del hermano pequeño. La lanzó al río. Y así, una y otra vez, hasta las más insignificantes. Era fácil. Cerrar los ojos, abrirlos, lanzar, y vuelta a empezar. De pronto se fijó en el sol muy bajo y decidió acudir al pueblo más cercano en busca de un lugar donde pasar la noche. La levedad le hizo pensar que tal vez ella también había caído al agua. El tiempo pasaba y no sentía nada. Hablaba con la encargada de la pensión y las voces le sonaban como cuando la altura cerraba los oídos. Se durmió sin sentir nada, no soñó y despertó cuando el sol inundaba la habitación. Miró el reloj, había dormido once horas.

Comenzó a recordar y pudo hacerlo, pero allí estaba su gente sin expresión, como una foto fija, como aquellos retratos antiguos en los que las personas se colocaban bien rectas, con una ligera sonrisa en los labios que desmentían los ojos. Había salido mal, había cometido algún error. Se le ocurrió una idea. Mientras desayunaba preguntó a la dueña si tenía un mapa y ante la negativa, averiguó los embalses que había desde ese pueblo hasta la desembocadura del Ebro, en Tarragona. Muchos, le dijo la mujer, siete u ocho.

Desamparada como una anciana que hubiera visto morir a sus hijos, insignificante y gris como la habitación donde había pasado la noche, encaminó sus pasos a veces, y las ruedas de autobuses otras, en busca de embalses donde se hubieran detenido sus recuerdos. Quería recuperarlos, si había de ser así, prefería tenerlos todos, buenos y malos.

Tardó varios días. Paraba en todos los embalses, faltos de agua a causa de una sequía que duraba ya dos años. No encontraba nada, ni sus recuerdos ni otros. Rosana, con una novela en la mano que la había impresionado vivamente, trataba de reconocer en un delta adaptado a las necesidades del turismo, la memoria de Roseta ahogada en una acequia.

Se sentó a la vista de un horizonte verde donde decían que se mezclaba el agua dulce con la del Mediterráneo, sin lograr reconocer una y otra. Se fijó en las aves, en sus picos entrando en el agua y saliendo con un pez luchando por la vida, en la abundante vegetación que tampoco sabía distinguir y en unos canales que, tal vez, algo tendrían que ver con el cultivo del arroz. El zancudo tenía un pico larguísimo y sólo le servía para comer, no tenía recuerdos como ella. El agua no se movía, algún pez, o las anguilas, rompían por un instante la tranquilidad de las aguas, la verticalidad de la vegetación, y saltaban dudando entre la sal y el fango. No podía pensar más allá de lo que observaba. Se había quedado vacía, pensó por enésima vez.

De pronto se dio cuenta de que a su lado una mujer mayor había tomado asiento. Iba vestida como las campesinas y llevaba en el regazo violetas silvestres. Le dijo a Rosana que su nombre era Ysabellis y que se había quedado su recuerdo en el delta, sin poder llegar hasta un puerto, desde donde tenía intención de acomodarse en una nave que la llevara a Mallorca. Entonces eres un recuerdo, se escuchó decir Rosana, como si la voz no fuera de ella, de cansada y vacía que sonó. Y pensó que, al igual que Ysabellis, ella también estaba muerta. Soy el recuerdo de la última reina de Mallorca, dejado caer aquí por mi fiel Erma. No estaba muerta, se estaba volviendo loca. Tal vez tú puedas ayudarme, dijo Rosana, estoy buscando mis recuerdos, los lancé en mal momento al río Ebro y me estoy volviendo loca, o estoy muerta. Ni lo uno ni lo otro. Remonta el río desde aquí y busca un remanso, lo reconocerás, está lleno de recuerdos, me lo han dicho. Hazme tú a mí un favor, llévame hasta un puerto donde pueda subir a un barco. Llevo siete siglos esperando y en este tiempo nadie había venido hasta aquí buscando lo que tu buscas, es como un encantamiento, si no me llevas, tal vez durante toda la eternidad no pueda volver a mi reino perdido.

Aún no había acabado de asentir, cuando toda ella fue invadida por una fuerza de fuego. Sus recuerdos ocuparon un pequeño rincón y el resto de su memoria, disponible como estaba, fue ocupado por una corte principesca, unos guerreros inquietos, un ir y venir de guerras y paces, de documentos y personas que se arrodillaban ante majestades nebulosas. Fue ascendiendo en busca del remanso sin notar cansancio alguno. En su interior una imposible máquina del tiempo le hacía vivir una vida extraña, ajena, en un medioevo lleno de intrigas, pero también de tierra, tierra fuerte que la sustentaba haciéndola ascender y ascender.

Allí estaba el remanso y allí sus recuerdos. Como si sus ojos fueran los del lince, los distinguió entre todas las memorias, entre las congojas y rencores, estaban los ojos de sus hijos como siempre, limpios, alegres y con una sombra de nostalgia, sin ningún reproche. Los rizos de su hermano, las exigencias de Fernando, volvieron a ocupar su espacio mientras los de Ysabellis, respetuosos, se replegaban.

Sacó un mapa de la mochila y señaló Amposta. Una dama de azul enjoyada y majestuosa ocupó bruscamente su pensamiento. Comenzó a caminar hacia el pueblo y, con fuerza, unos jinetes la escoltaron. Ah! Ysabellis, vamos hacia un puerto. Todo volvió a una cierta normalidad. Necesitaba descansar, comer, dormir. Aquella noche fue la primera, en muchos meses, en la que durmió como siempre, con sus sueños, ensoñaciones, pesadillas. Feliz por haber recuperado sus recuerdos, triste como siempre por alguno de ellos. Al despertar pensó que todo aquello no había pasado, que ella había ido, como tenía previsto, a esa comarca de Tarragona para hacer un reportaje sobre el Delta del Ebro, había viajado en autobús y en tren, y los recuerdos lanzados al río, el recorrido a pie con la mochila, la búsqueda de un remanso, la sensación de vacío, y una mujer pidiéndole que la llevara a un puerto, formaba parte de un prolongado sueño donde las imágenes rápidas se superponen y hacen caminar por el tiempo y el espacio, siglos y años luz, en casi un instante.

Allí estaba su mochila, con algo de ropa, la cámara fotográfica, las libretas y bolígrafos. Todo se debía a su cansancio, al exceso de medicación para mitigar los dolores de espalda, y al nuevo fármaco recetado por su médico para aliviar las angustias que últimamente la mortificaban. Vería donde podía alquilar un coche y comenzar el trabajo.

Cuando enfiló el vehículo hacia Flix, donde daría comienzo el reportaje, un carro cargado con mármol apareció en mitad de la estrecha carretera. Paró y descendió para interesarse por aquel artefacto antiguo rodeado de campesinos vestidos de lana marrón. Le dijeron que transportaba el mármol hacia Vimbodí para esculpir las tumbas de dos reinas por orden del rey Pedro de Aragón. Llévame a un puerto, escuchó decir.

Asustada por primera vez en su vida, dio la vuelta y se dirigió a Tarragona, más concretamente al puerto. No se dio cuenta de cómo llegó hasta allí, de lo que había sucedido durante el trayecto. Sólo recordaría que aparcó, salió y dijo quédate aquí, en algún momento saldrá un barco para Mallorca. Un grupo de hombres se la quedó mirando, tal vez había levantado mucho la voz.

Entró a tomar un café. Miró hacia el lugar donde estaba el coche, y vio a una mujer alta, majestuosa, con un traje largo y una trenza rubia que le rodeaba la cabeza. Con una sonrisa, la saludaba.

© Isabel Goig Soler
https://tarragona-goig.org

Tarragona

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©Isabel y Luisa Goig e Israel Lahoz, 2002