PAISANAJE

Juan Marsé y el Baix Penedès

 

“Para mí sigue siendo [la causa] lo de siempre: todo aquello que no acaba de salir como esperabas. ¡Un arroz a la cazuela, por ejemplo! Pero no creas que he cambiado tanto. Escupiré siempre en la jeta y en las palabras de los poderosos, porque ésa es la gente que alfombra de cadáveres su camino hacia el triunfo y su cacareado amor a la patria”.

Juan MarséLeído, que no releído como el resto de sus escritos, el libro que contiene la novela “Rabos de lagartija” (a la que pertenece la frase) compruebo lo difícil que resulta escribir sobre Joan Marsé (Barcelona, 1933) y el Baix Penedès, solamente. Sería fácil, en cambio, hablar de él relacionándole con la calle Camelias, la plaza Sanllehy, la avenida Virgen de Montserrat, el cine Roxy, el Cottolengo y todo el Guinardó, el mundo literario de este escritor, contado, cantado y amado por él de una forma dura y tierna, como se narran los espacios y acontecimientos que han sido conservados con mimo en la memoria, aunque deseando que hubieran acontecido, quizá en el mismo entorno, pero con menos dureza. Pero la época era la que era y el testimonio quedará para la posteridad. Siento no tener la fluidez y el tino adjetivador de Marsé para poder expresar el sentimiento que me invade siempre que leo algo escrito por él, con qué profundidad me identifico con ese mundo de charnegos y perdedores del que él tanto se ha ocupado. “Para mí sigue siendo [la causa] lo de siempre: todo aquello que no acaba de salir como esperabas”.

Pero Juan Marsé tiene otros recuerdos, otro universo infantil que, sin olvidarse de él, ha utilizado poco en sus novelas y relatos, quizá porque la felicidad auténtica marca de forma distinta a como lo hace la dureza de un barrio marginal en plena expansión por la inmigración, y se reserva siempre como un poso fortalecedor a donde acudir, o quizá se quiera mantener intacto. Ese otro universo feliz (como recoge Enrique Turpin en el estudio sobre “Cuentos completos”, sacado de una entrevista hecha por Juan Ramón Iborra en el año 2000) se encuentra en la comarca tarraconense del Baix Penedès:

“La cultura es saber salir de casa, sentarte en un banco, en una plaza, fumarte un pitillo o beberte una cerveza, en armonía contigo mismo y con los demás. Eso es cultura. Lo demás son puñetas. No hemos venido a escribir versos, ni novelas, ni zarandajas. Todo eso está muy bien, pero hemos venido, sobre todo, a ser felices (...) Cuando pienso en una imagen de la felicidad auténtica, pienso en aquel grupo de chavales, que debíamos tener de nueve a doce años, en el Penedès, en verano, entre los viñedos y los trigales, yendo o viniendo de bañarnos en las albercas, todos en pelota viva, yendo por esos campos, parándote en un sembrado de melones y sandías, coger una, partirla y comérsela ahí, bajo el sol, en pelotas, y luego nadando... Bueno, esa es para mí la imagen de la felicidad. Y ahí, en ese verano luminoso, el tiempo está parado. Después se pone en marcha y ya se acabó”.

Joan Marsé nació en Barcelona, pero sus padres eran del Baix Penedès. Han contado –él mismo también lo ha hecho, no podía ser de otra forma en una persona tan en discordia con las trampas literarias y vitales- que su madre biológica murió al nacer él dejando otra niña de cinco años. Su padre era taxista –quizá emigrante- y por las fechas del nacimiento de Marsé subió al taxis, delante del Hospital Clínico, una pareja desolada por el anuncio de esterilidad de la mujer después de haber sufrido un aborto. Ese mismo día se fraguó el destino –familiar- del niño Juan Faneca Roca, quien, en poco tiempo, y por adopción, pasó a llamarse para siempre Juan Marsé Carbó. Luego resultó que lo de la infertilidad fue un error médico, o una broma de la naturaleza, y Joan tuvo dos hermanos más. De su padre taxista sólo supo en dos ocasiones: cuando él hizo la primera comunión y en la boda de su hermana mayor.

Ermita Mare de Deu dels Arquets. Sant Jaume dels DomenysJosep Marsé, su padre, había nacido en Sant Jaume dels Domenys, y Berta Carbó, su madre, en L’Arboç, ambas localidades separadas por unos ocho kilómetros. Sant Jaume es un pueblo que conserva, todavía, toda la fisonomía de haber estado dedicado, y seguir estándolo, a la agricultura, vid sobre todo, aunque no falta, como en toda la comarca, olivos, y he de confesar que no recuerdo haber visto algarroberos, lo cual no quiere decir que no los haya. Otro tanto puedo decir de las barracas de piedra seca. Al ser la comarca del Baix Penedès tan pequeña, es difícil saber donde acaba un municipio y comienza otro, pero casi seguro que las hay. En las afueras de la población se mantienen los restos de un acueducto (tal vez romano), consolidados y restaurados. Cerca se asienta la ermita de la Mare de Deu dels Arquets, pequeña edificación sin nada destacable, a no ser el sentimiento de recogimiento que cada cual perciba, según sus creencias. Pero qué más pedir a esta buena tierra de vino y aceite. ¿Historia? Seguro que la tuvo, como todo agrupamiento poblacional antiguo, y hasta hemos leído por algún sitio que restos arqueológicos con sepulturas antropomorfas.

L’Arboç, el otro pueblo de Marsé, es un lugar bellísimo, de los pueblos más bonitos que hemos visto. En L’Arboç vio la luz el más renombrado abad de Montserrat, Aureli M. Escarré, “el bullicioso Dom Aureli que sulfuraba a los estamentos franquistas”, como le definiría Federica Montseny, muerto tres años después de ser depuesto por Franco, en 1965, y confinado en Milán por orden de la superioridad eclesiástica.

La Teresina. Museo de puntas a coixì. L'ArboçUno de los muchos edificios modernistas alberga un museo de encaje de bolillos –puntas a coixì-. Tal vez se deba a esta tradición, no sólo del L’Arboç, sino de todo el Baix Penedès, el que en las novelas de Marsé aparezcan mujeres –y hasta algún hombre en “Ronda del Guinardó”- haciendo encaje de bolillos.

En uno de estos dos pueblos, o en los dos, pasaría el novelista de los adjetivos acertados y fluidos la infancia recordada y mimada.

“Recién acabada la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos: eran campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona (...) Había una historia de gitanos que acampaban en un bosque al lado del pueblo de Tarragona de mis abuelos. Siempre había problemas con los payeses, que decían que les habían robado una gallina... Gitanos con oficio, sobre todo paragüeros o estañadores, o bien los que llegaban con la típica cabra. Recuerdo uno que vendía cancioneros y llevaba un altavoz y cantaba canciones y boleros de la época enmedio de la plaza del pueblo”.

Juan Marsé vivió muchos años en el barrio barcelonés escenario de su obra narrativa, concretamente en la calle Martí, número 104, en un hogar donde los padres eran de izquierdas. Josep Marsé “rabiosamente separatista, militante de un grupo inspirado en los independentistas irlandeses, llamado Nosaltres Sols. Su héroe era Eamon De Valera, líder del Sinn Féin, al que conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue del Estat Catalá y en 1936 ingresó en el PSUC”.  La madre, Berta Carbó,  trabajó de telefonista en la central del PSUC. Allí vivirían también los dos hermanos, Regina y Jordi y el propio Juan hasta que contrajo matrimonio con Joaquina Hoyas. De la unión nacerían dos hijos, Alejandro y Berta, uno en 1968 y la otra en 1970.

Juan Marsé en el taller de joyería

Marsé trabajó de aprendiz en una joyería muchos años, incluso después de haber publicado con cierto éxito, lo que hacía las delicias de la élite de las letras, a cuyos miembros les encantaba tener entre ellos a un intelectual o novelista obrero, etiqueta que nunca agradó a Juan Marsé.

“La muchacha de las bragas de oro”

Intelectuales y artistas, obreros (inmigrantes la mayoría) y burgueses catalanistas, se encontraban, por los años sesenta barceloneses, hartos de una dictadura que parecía interminable, ahítos de las imposiciones llegadas desde Madrid y fritos por la censura. Cada sector luchó como quiso, como pudo, contra esa forma de gobierno inagotable y agotador. Juan Marsé lo hizo desde todos los frentes, sin renunciar a sus orígenes y, a la vez, mediante su narrativa, siempre de denuncia.

Juan Marsé y Carlos Barral entre amigos

Sus amigos eran (además de los de siempre, aquellos del Guinardó) los intelectuales de la llamada Generación de los 50: los Goytisolo, Jaime Salinas, Salvador Clotas, Jaime Gil de Biedma, los Regás, y Carlos Barral, entre otros. Juntos pasaban los fines de semana en Sitges o Calafell y muchas noches de “los días de hacer” en Bocaccio, ambiente que dejaría para la posteridad en  “Noches de Bocaccio”, corrosivo relato sobre la gauche divine y las pautas seguidas por algunos círculos para gestar un escritor, que, al fin y al cabo, acabará siendo un fraude. Hasta en una narración de estas características recuerda Marsé su lugar de la infancia feliz: “Fin de semana en mi Penedès y regreso como nuevo”.

De todos los amigos de Marsé, y según el propio novelista ha referido más de una vez, fueron Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma los más allegados, los íntimos. Con Jaime pasó muchos veranos en su casa de La Nava de la Asunción (Segovia), donde escribió algunos capítulos de “Últimas tardes con Teresa”.

Juan Marsé y Jaime Gil de BiedmaLa relación con Carlos Barral no fue menos estrecha. Ambos se hallaban ligados al Baix Penedès, Barral mantenía una casa de pescadores en Calafell, muy frecuentada por los intelectuales de todos los ámbitos y espacios. La obra en prosa del poeta-editor está, casi en su totalidad, ubicada en el pueblo costero. En ellas dice: “Con Juan Marsé comunicábamos, y lo sigo haciendo, en un dialecto comarcano, el del litoral del Penedés, que los dos aprendimos en la infancia y que hemos ido poco a poco organizando como un sistema retórico de frases hechas y metáforas tradicionales cuya combinatoria ofrece infinitas posibilidades y nos permite casi dialogar a solas en medio de una conversación general. Es, además, un lenguaje de sensualidad jugosa y de grano grueso y veraz”.

Sería por esta estrecha y querida relación, o porque a Marsé le pareciera el Calafell pre-bárbaraespeculación urbanística el enclave ideal, por lo que su novela “La muchacha de las bragas de oro”, premio Planeta 1978, fue escrita en ese pueblo de la llamada “Costa Dorada”.

El protagonista, Luys Forest (Calafell, 1916), está escribiendo sus memorias en una casa familiar, asentada en la misma arena, un pequeño edificio de dos plantas, eran las botigues que ocupaban en tiempos la primera línea de playa, donde los pescadores guardaban los utensilios de la pesca. La descripción es muy similar a la que hace Barral de su casa en “Años de penitencia”, lógico por otro lado, ya que tal vez fuera la misma casa, además de guardar simetrías constructivas todas las botigues de cualquier enclave pesquero de la costa tarraconense. “Pero la vieja casa de los Forest seguía igual, tan puesta y sin embargo diríase que abandonada, rumorosa como una caracola entre los nuevos y altos bloques de apartamentos. Era una antigua casa de pescadores, apenas reformada y menos en la fachada, de dos plantas pero ya sin tabiques en la inferior, con un comedor que en realidad era una prolongación de la entrada y una galería encristalada al fondo; una casa acondicionada para el veraneo, no muy espaciosa pero profunda, con vigas y postigos de pino pintados de un azul tierno....”. (Barral llama a este azul “ingenuo e implacable de la zona”). “Se paseaba por su estudio –que fue el dormitorio de sus padres- esquivando obstáculos que ya no existían (...) el alto palanganero o las fantasmales boyas colgadas del techo y las pértigas y remos que habían conformado un remoto paisaje infantil...”.

Otra de las imágenes en “La muchacha...”, es el sanatorio, edificio romántico por abandonado y porque en él se curaban los niños “escrofulosos” cuidados por los hermanos de San Juan de Dios. El gran edificio del sanatorio, utilizado por Barral, por Marsé y también por Francesç González Ledesma, en su novela “Crónica sentimental en rojo”, premio Planeta 1984, se ha convertido en un hotel de muchas estrellas; sobresale, de la verja tupida y disuasoria, la parte más alta, escalonada, de lo que fuera sanatorio.

Cuando Luys Forest pasea: “Dejó atras el Sanatorio Marítimo, ruinoso y abandonado, y se internó en los pálidos mosáicos de una urbanización fantasma, una vasta obra paralizada”. O cuando busca a Mariana: “La encontró más allá de los últimos apartamentos de la playa, sentada en el tronco de una higuera medio enterrada en la arena de la rompiente. En el viejo Sanatorio, cuya destartalada terraza invadían la arena y los rastrojos, había niños jugando y un hombre dormía en la rampa con un periódico en la cara y las manos en la nuca”.

Aparece el edificio también mientras Forest mira fotos antiguas por ver de poder tergiversar a placer su propia biografía y dejar de ser fascista unos años antes de cuando tuvo lugar el abandono ideario. Una de ellas está hecha “en la playa, con el bote que me regaló mi padre. Sus remos siguen batiendo en mi memoria. Pintado en la quilla puede leerse el nombre que le puse, Loto. Las borrosas figuras del fondo, bañándose, son los niños escrofulosos del Sanatorio Marítimo, que fue inaugurado por el rey Alfonso XIII en 1928”. Y en otra, donde mira a su mujer, miembro de la alta burguesía catalana, con quien Forest da un importante braguetazo: “Soledad en las dunas, más allá del Sanatorio, con sus chicas de los Coros y Danzas (...) Al fondo, las casas de pescadores y mi paisaje entrañable (perdido ya) de barcas varadas”.

Mariana, su deslenguada y procaz sobrina, aparecida con un fotógrafo que resultó ser fotógrafa, y que pasa a limpio las memorias de su tío, convirtiéndose, de paso, en la voz de su conciencia, dice en un momento de la narración: “-No hacen nada malo. Hemos asado unas chuletas y hemos jugado con Mao. Luego nos iremos a fumar al Sanatorio abandonado, es un sitio estupendo. La otra noche, Silvia nos juró que veía el gran dormitorio lleno de niños escrofulosos que de pronto habían sanado y eran guapísimos y felices...”.

Junto a la botica de mar y el sanatorio, comparte Marsé con Barral, en “La muchacha...”, la obsesión por el destrozo urbanístico de la zona. En boca de Mariana dice: “...el único problema que verdaderamente preocupaba a mamá se había resuelto: la hija descarriada ya estaba sana y salva lejos de la isla-fumadero. Esta playa de Calafell era un vertedero de mierda, de coches y de adiposos zaragozanos jugando a la petanca, pero bueno, mejor esto que nada. En cualquier caso, ella ya tenía decidido no volver a bañarse en este asqueroso mar dominguero”.


CLICK!! para ampliar La Giralda de l'Alborç
Pero hay guiños a lo largo de toda la novela a otros enclaves de la comarca. Por ejemplo a L’Arboç, mientras mira fotos buscando trampas: “Mi madre, mi hermana Rosa y Juan, su marido, en la puerta de nuestra casa de Calafell, poco antes de irse los tres a vivir a L’Arboç, el pueblo cercano donde mi cuñado acababa de ser nombrado (por mediación de José María Tey) secretario de Ayuntamiento”. “Soledad y Chema montando a caballo con la Giralda de L’Arboç al fondo, en una de sus excursiones a esa pueblo para visitar a mi hermana y mi cuñado”. La giralda de L’Arboç es eso exactamente, una reproducción a escala de la de Sevilla, llevada a cabo por un particular enriquecido y cuya esbelta silueta se ha convertido, con los años, en el edificio más fotografiado de la localidad, según nos dijeron.

Otros guiños le dedica Marsé a su amigo Barral en “La muchacha...”. Son los destinados a L’Espineta, taberna que Yvonne Hortet, mujer de Barral, se debió ver obligada a abrir para que los amigos (bastante aficionados todos a ir a uvas sordas, como diría Sánchez-Ostiz) se reunieran en ella y dejaran la plusvalía en manos amigas que, al fin y a la postre, revertiría siempre en los mismos.

En “Rabos de lagartija” el lugar escogido para recordar a Tarragona es el pueblecillo (“apenas una fila de casas”, le dice la Pelirroja al policía) llamado La Carroña (“¡vaya nombrecito!”, dice el policía). Ahí vive la familia de Víctor Bartra, padre de David, el protagonista, quien en las soñadas ¿o no? conversaciones con su padre, éste le dice que se pasa los días de “La Carroña al barranco, del barranco a La Carroña”. A Bartra, en una falsa ficha policial, le adjudican la “participación en el secuestro y asesinato del cura párroco de San Jaime de los Domenys (Tarragona) el 20 de julio de 1936”.

Juan MarséComo no podía ser de otra forma, fue a finales de 1984, mientras jugaba una partida de ping-pong durante sus vacaciones en L’Arboç, el lugar de su infancia, cuando sufre un infarto. Dicen que a causa de los Ideales juveniles y los Ducados maduros.

Felizmente recuperado desde hace más de veinte años, Juan Marsé sigue haciéndonos sonreír como él mismo lo hace, de una forma algo esquinada, con una mezcla de ironía y tristeza, mientras el corazón se encoge, y una decisión en sus ojos parece estar diciendo no podréis con nosotros. Me sucede con Marsé como a Wody Allen con Beethoven, cuando acabo de leerle me dan ganas de invadir algo, no Polonia precisamente.

© Isabel Goig Soler

 

Libros comentados de Juan Marsé en este artículo
“Cuentos completos”. Edición de Enrique Turpin, Espasa, 2002. Colección Austral

“Ronda del Guinardó”
Edición de Fernando Valls
Edición Crítica, 2003

“La muchacha de las bragas de oro”
Editorial Planeta, 1979
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos

“Rabos de lagartija”
Areté, 2000.

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Carlos Barral

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